Cuando Garbiñe Muguruza saltó a la Central de Wimbledon para disputar su primera semifinal de Grand Slam ante una tenista consolidada en la élite como Agnieszka Radwanska, de su falda blanca colgaban veinte años: los que había estado esperando el país que ella misma eligió representar desde que Conchita Martínez hollara semejante cumbre en 1994 para terminar conquistando la Catedral del tenis. En la hora siguiente, el público londinense asistió entre fresas y nata a una orgía de golpes potentes con los que la novata sacó de la pista a la veterana. En la final esperaba el ogro Serena, aún inalcanzable para todas las demás, pero la hispano-venezolana ya había conquistado a todos.

Garbiñe representa un tenis valiente, casi kamikaze. Apoyada en un derecha violentísima y en un revés bastante sólido, no busca la iniciativa, la conquista. La red es para ella territorio hostil porque es capaz de fabricar ‘winners’ con facilidad desde el fondo, especialmente con un resto que penaliza cualquier servicio blandito rival. Cualquiera que vea un partido de tenis de Muguruza comprende al instante que pase lo que pase en el resultado, dependerá de ella, de sus aciertos y de sus errores: es propio de grandes tenistas reducir al rival a un papel de comparsa. Por contra, su tipo de juego no digiere bien el sacrificio que supone correr tras la bola, y su patrón agresivo no varía en ningún caso, lo que en ocasiones le impide adaptarse a rivales menos dotadas pero más versátiles.

De cualquier manera, el mayor margen de mejora de Muguruza se halla sin duda en la constancia. Con esta idea, hace unos meses decidió cambiar de entrenador, dejando atrás a Alejo Mancisidor, su guía prácticamente desde que cogió una raqueta por primera vez. Con 22 años y en un circuito con tantos altibajos como el femenino, es muy difícil mostrar regularidad en los resultados, pero ella necesita ser más sólida también en su juego. Hoy por hoy, da la sensación de que si se levanta inspirada, puede arrollar a cualquiera; pero también parece que en un mal día se vuelve frágil como una escultura de cristal de Murano. Para ser el huracán Garbiñe tiene que encontrar un delicado equilibrio entre su cabeza, su necesidad de dominar y su gestión de riesgos: la constante búsqueda del punto G.