En 1999, con el conflicto de los Balcanes en una encrucijada, y ante el fracaso de las negociaciones diplomáticas, la OTAN ordenó atacar Serbia. Entre las bombas que caían sobre Belgrado, una niña de doce años, raqueta en mano, forjaba su tenis de golpes planos entre las paredes de una piscina vacía, desafiando al miedo. Las dimensiones de la piscina no le permitían tirar cruzado, así que perfeccionó esos golpes paralelos que hoy son capaces de superar a cualquier tenista del circuito. De aquella época de entrenamientos nació también una gran amistad con Novak Djokovic.

Solo nueve años después, el mundo del tenis se rendía ante la sonrisa permanente de Ana Ivanovic, campeona de Roland Garros y número 1 del mundo. La suya es una historia de contrastes, de idas y venidas constantes. De horror y éxito. De sonrisas y lágrimas.

Su aspecto esbelto choca con la violencia de sus golpes, su carácter competitivo y orgulloso se ve trufado con episodios que revelan ciertos problemas para soportar la presión. Su talento y su belleza la convierten en una mina del 'merchandising', pero ella, a diferencia de otras tenistas, se ha mantenido siempre al margen de los flashes y se ha centrado en exclusiva en las cuestiones deportivas.

Tras tocar el cielo tenístico a sus 20 años, Ana no pudo mantener el listón a la altura de las expectativas, y su descenso la llevó a una travesía por el desierto de la que, tras infinitos cambios de entrenador, parece estar saliendo. La victoria contra la temible Serena Williams en Australia y la renovada fuerza mental que parece acompañarla en los últimos envites reafirman esta posibilidad.

Los golpes siempre los ha tenido. De su derecha sale fuego, su revés es más que correcto y tiene una movilidad que ayuda mucho a su juego de ataque constante. El servicio es capítulo aparte: la mayor parte de las veces rinde a gran nivel, pero en los últimos años, en muchas ocasiones (especialmente en momentos de presión), sufre un verdadero drama al lanzarse la bola, lo que la lleva a cometer dobles faltas o dejar en bandeja el resto ganador a sus rivales.

Hoy, una nueva Ana, más consistente en su juego y con más experiencia, se asoma de nuevo al top-ten.  Es la misma niña que con cinco años memorizó el número de teléfono de la academia de tenis que vio anunciada en televisión, rogando a sus padres que la llevasen allí. La fuerza de voluntad que la llevó a la cumbre es la misma que la ayuda ahora a reencontrarse con su juego y vencer a sus fantasmas, que ya no tienen nada que ver con el zumbido de las bombas. Ahora éstas salen de su raqueta, aunque ella sigue luciendo su arma más valiosa: su sonrisa.