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Una de las imágenes más icónicas de nuestro deporte es la sempiterna pelota amarilla de goma y fieltro. Se trata tal vez del objeto más representativo del tenis, incluso por encima de la raqueta.

Pero nuestra bola no siempre tuvo esta apariencia. En las fases más primitivas, las pelotas se fabricaban con bolsas de té, que se rellenaban con cabellos de los propios jugadores para que fueran más consistentes. Más adelante, el juego fue evolucionando, y las bolas debían ser más regulares, con lo que se comenzaron a usar materiales más nobles. Sin embargo, en cualquier parte del mundo, siempre se jugaba con una pelota negra o blanca, en función del color más claro o más oscuro de la pista.

 

Hasta bien entrado el siglo XX nadie se planteó cambiar el color del redondeado proyectil. Fue la televisión el elemento clave para la modificación. Los espectadores se lamentaban de las dificultades para vislumbrar la pelota, agudizadas por el juego cada vez más rápido debido a la evolución de la técnica y los materiales. Tras experimentar con el naranja, Mike Davies, ex jugador y propietario de varios torneos del circuito, introduce en 1972 la novedosa pelota amarilla, con el nombre de “optic ball”, que se ha mantenido fresca y fluorescente hasta nuestros días.


Por su parte, los espectadores de Wimbledon tuvieron que seguir entornando los ojos unos años más. El All England Tennis Club, fiel a la tradición, no accedió a cambiar el color de sus bolas hasta 1986.

De cualquier modo, las reglas del tenis no obligan a que los partidos se disputen con una pelota amarilla. Curiosamente, la USTA y la ITF admiten también el color negro. Hoy, aunque hay voces que reclaman un nuevo cambio con motivos televisivos (se habla del rojo como alternativa), hay unanimidad: la bola amarilla es ya miembro de honor de la familia tenística.

 

¿Desde cuándo son amarillas las bolas?

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