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Siempre he tenido una relación un tanto extraña con Agassi. Dios mío, ¿acaso alguien no? El primer resto ganador que me coló el americano me pilló siendo un niño de apenas cinco años. Seis, a lo sumo. Resultó que Agassi era un tío. El eco de su nombre había llegado a mis oídos, cómo evitarlo en los noventa, pero uniendo nombre y apellido estaba convencido de que se llamaba Andrea. Y Andrea ha sido nombre de mujer desde que el mundo es mundo (hasta que llegó Mijatovic, claro está). ¿Qué clase de nombre es Andre, sin ese?

 

 

Aún convaleciente del shock inicial, llegaron a mi retina las primeras imágenes del de Las Vegas, cuyo colorido era más propio de las luces de un casino en medio del desierto que de lo que debía ser un jugador de tenis. ¡Pero si llevaba pendientes! A mí todo aquello me escandalizaba sobremanera. Hay que tener en cuenta que cuando empecé mis clases de tenis me ponía innegociablemente un polo blanco. Oh, el tenis…ese elegante juego de caballeros educados y respetuosos con la tradición, siempre ceñidos por el corsé del protocolo deportivo. Líneas rectas de geometría perfecta. Ángulos. Orden. Disciplina. Uniformidad. Y ahora, anarquía.

 

 

Quería odiar al extravagante Agassi, al rebelde Agassi, pero no podía. Había algo magnético en él, en su juego, en su actitud. Todas las señales eran contradictorias. Tenía que ser muy bueno para poder hacer todas aquellas cosas tan prohibidas. Cuánto carisma. En serio, me enfrentaba a un grave dilema ético sobre si apoyar a Andre era “lo correcto”. Un día, durante una de las clases, el profesor me vio dar unos pequeños pasos rápidos hacia mi derecha con el propósito de impactar a la bola de revés, sin duda mi mejor golpe. Se lo había visto hacer a Steffi, a la inversa, precisamente para cubrirse el revés. “No tienes el revés de Agassi" me dijo, "así que no vuelvas a hacer esa tontería”. Todo el orgullo que sentía por mi movimiento de pies se esfumó de repente, dejándome tan frío que aquella mañana de invierno parecía de verano. Volví, avergonzado, a la cola y esperé mi turno. Pegué todos los reveses de esa clase lleno de rabia, como si cada impacto fuese directo a la cara de aquel profesor bocazas. Estaba dispuesto a convertir mi revés en el de Agassi. Incluso fallaba las derechas a propósito para reforzar la imagen de mi golpe más fuerte. Recuerdo recoger la bolas con ostentosa desgana y no dirigirme directamente al profesor en las siguientes clases. Ya veis, yo también era un rebelde. Seguro que Agassi estaría orgulloso de mí.

 

 

Empecé a seguirle porque al final acabó imponiéndose su magnetismo maléfico sobre la pureza de mis esquemas preconcebidos. Me gustaba verle jugar, sus partidos nunca me dejaban indiferente. A menudo me decepcionaba, pero jamás me aburría. Todo lo contrario que Corretja. Dios me libre de compararlos, pero a Corretja le respetaba porque era capaz de ganar sin hacer absolutamente nada, mientras que a Agassi lo veneraba porque era capaz de perder sin dejar de ser el único protagonista del partido. Sólo un genio podría conseguir algo así.

 

En 1999 yo ya había asumido que jamás tendría el revés de Agassi, y lo había interiorizado de tal manera que había dejado de jugar al tenis el año anterior, en el que por cierto disputé un torneo en el que en ocasiones por juego y casi siempre por resultados me compararon varias veces con el americano. Entonces no era fácil ser fan de Agassi, al menos para un niño del Real Madrid que no está acostumbrado a tener que dar explicaciones por sus preferencias. A Agassi había que defenderlo por cada salida de tono, por cada derrota contra un desconocido, por cada temporada ausente de las pistas. Era como tener un hijo maleducado que constantemente te deja en mal lugar pero al que no puedes dejar de querer y justificar.

 

 

Pues aquel año, sin saber muy bien cómo, apenas temporada y media después de haber descendido mucho más allá del TOP 100, Agassi estaba de nuevo en la final de Roland Garros. El pirata que siempre fallaba al abordar los grandes galeones ya había tomado Wimbledon, Estados Unidos y Australia. Y a sus dos aros en la oreja podía sumar los cinco de su botín en la Olimpiada de Atlanta. El tenista más criticado de la década estaba a un partido del Olimpo del tenis. Sólo Rod Laver había completado el Grand Slam en la era Open, y el australiano nunca tuvo la posibilidad de ser campeón olímpico.

 

 

Ese domingo tenía comida familiar en casa de mis tíos, de la que huí tan pronto como pude para ver el partido. Subí a la buhardilla para estar solo, porque aquél era un momento muy íntimo entre Agassi y yo. No tenía dudas de que iba a lograrlo. De lo contrario, su estilo hubiese sido dejarse sorprender por Clément en segunda ronda, quien estuvo a sólo dos puntos de derrotarlo. Tuvo ocasión de ceder ante Moyá, entonces vigente campeón del torneo, pero se resistió a esos cantos de sirena que tantas veces antes le habían hecho entregarse en brazos de la derrota. No iba a perder frente a Medveded. A todo esto, ¿quién era el tal Medvedev?

 

El número 100 del mundo se apuntó los dos primeros sets por un tanteo de 6/1 y 6/2. Fue un visto y no visto. Ninguna oposición desde el lado de la red de Agassi. Se avecinaba otra gran derrota y en la soledad de aquella buhardilla cuyas paredes se estrechaban poco a poco sobre mí, no podía evitar sentir cierto orgullo. Nadie la caga como nosotros, pensé. Somos imprevisibles. Mi tío y mi primo se asomaban de vez en cuando, se reían y con las mismas desaparecían. Sin españoles no había interés en la final y yo estaba malgastando mi tiempo con un perdedor.

 

Probablemente si la lluvia no hubiese acudido en su rescate la historia hoy sería otra. Tras el parón, Agassi peleó para darle la vuelta a su propia historia. Quizás como él mismo, no fue brillante, pero sí tremendamente intenso. Sentado en el suelo sentí cómo se me fueron agarrotando las piernas y soltando el corazón. Grité puntos, protesté bolas y tras el punto de campeonato sentí una gran liberación, sólo eso. Ya está, el bad boy es leyenda. Ya nunca más podrían acusarme de ir contracorriente, de buscar llamar la atención, sino simplemente de apoyar al mejor. No me reí ni de mi tío, ni de mi primo, ni de la cara de circunstancias que se les quedó. Tampoco me dio rabia que en el colegio a nadie le gustase el tenis para poder sacar pecho. Era feliz. Después de tantos fracasos sentía que la dimensión de un logro tan grande también me pertenecía un poco a mí. Y eso los demás no podían comprenderlo.

 

Alcanzar el estatus de leyenda del tenis cambia muchas cosas, también el trato de la prensa. Puedo constatar que la imagen de Andre Agassi se dulcificó súbitamente. Es más, diría que ganar distorsionó todo lo que el mundo había recibido de él hasta entonces. La madurez de Agassi, por su parte, ha dejado mayor poso y resultados que la mayoría de su carrera. Yo siempre recordaré 1999, cuando se cerró el círculo. Un año después, sacrifiqué todos mis ahorros (15.000 pesetas) por ir a verle jugar la Copa Davis y su no comparecencia me hizo un break en blanco. Tras experimentar en primera persona lo que es recibir un revés de Agassi nos distanciamos un poco. Sin rencor, pero esa herida estaba abierta. En 2003, semifinales del US Open, Ferrero alcanzó el número 1 tras derrotarle y ese día pensé que todo estaba perdonado. Nuestra reconciliación llegó a tiempo para verle decir adiós con honores, títulos y el gran público rendido a sus pies. Pude disfrutar los últimos años y el reconocimiento unánime. 

 

Aunque todo eso le llegó de viejo, decir que Agassi es un tenista infravalorado sería faltar a la verdad. Es un icono. Nadie discute sus números, ni sus títulos. Es imposible. Ha competido y ganado a todos los mejores de este deporte. Ha transformado este deporte. Es muy fácil estar en el equipo de Agassi. Pero hubo un tiempo en el que estuvo prohibido. Su pecado era ser un tenista maleducado, indisciplinado y provocador que se peinaba como una mujer y sacaba como una niña. Y a pesar de ello tener el talento suficiente como para barrer de la pista al número 1 del mundo y perder contra el 200. Agassi era el ejemplo que había que esconder a los niños, siempre con ese aspecto de vivir permanentemente atormentado, de crisis en crisis. Con él, todo era posible. Quiero decir todo. Por favor, hay que dejar de censurar a ese Agassi y recuperarlo del olvido. Aquel Agassi fue el que me cautivó en mi infancia. Ganó mucho menos de lo que por capacidades pudo corresponderle, pero transmitió mucho más. ¿Saben? Fue ése el Agassi que completó el Golden Slam. Y yo le seguía. A pesar de que entonces era difícil. Mucho más que escribir un artículo sobre él y no nombrar a Sampras.

 

Junio. 1999. Creo que nunca olvidaré el Grand Slam de Andre Agassi.

El Grand Slam de Andre Agassi

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